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Fervores entre copas

Las noches comprendidas por saludos amigables entre profesiones, en la intimidad son caricias dominadas por el deseo de desnudarse, complacerse junto con las cartas del juego y sus reglas. Una noche no tiene pecado si no hay pecadores que quieran pecar, perder toda noción de la vida cotidiana y ser sumergidos por sudores llenos de pasión, fogosidad para atreverse a probar, divertirse en los aires más prohibidos y tentadores. Las reglas no están para otra cosa más que romperlas, las tradiciones para ser dejadas en la orilla de los cobardes, las costumbres para… ¿quién sabe? Las condiciones para ser escritas y jamás ser leídas por ojos demasiados curiosos.


Y ellos, los cuerpos atraídos por la seducción de los caprichos, los maestros de la brisa nocturna, los caminantes de las avenidas cogidos de la mano, escondiendo de todo ojo chismoso, nacen en los atardeceres y mueren en los primeros rayos del amanecer.

Los dos amigos se citaron en una plaza alejada de los barrios céntricos de la ciudad que se acostumbraban a ver. Él, con su barba poblada y sus pelos alocados, sentado en el muro del metro, una bandolera con sus trabajos. Los bermudas dejaban descubrir las finas piernas para su amiga, camiseta de algodón de manga de larga de algodón con tres botones… Y una sonrisa, un ademán de abrazarla hasta dejarse invadir por el perfume que desprendía. Ella, distinta de otras ocasiones, más informal. Pantalones negros y una blusa de manga tres cuartos con un prominente escote que dejaba descubierto sus pequeños pechos, cuando se daba cuenta se subía la blusa para tapar esas carnes.


–   ¡Hola guapa!- abrazo formalizado, palabras escuetas y llenas de sentimiento y emoción.

–   ¡Hola guapo!

Breves presentaciones con el acompañante de ella, minutos de vaga conversación, cordiales en la cita. Los chicos se despidieron del acompañante. Al darse la vuelta, volvieron a sus abrazos, sonrisas, preguntas, comentarios. Caminaron entre jardines de flores azuladas y verdes céspedes, grandes avenidas y pequeñas calles, gotas de lluvia rociaban sus frentes, partes de las carnes descubiertas. Los dedos, de vez en cuando, se entrelazaban cuidadosamente. Entraban en tiendas buscando regalos, detalles para los más cercanos, cigarritos para calmar la ansiedad de atraparlo entre paredes de esas calles nuevas.


–          En seguida me termino el cigarrito… –  se excusó ella

–          No, no te preocupes. Fuma tranquila. Estoy buscando una terraza.

–          No, no. Prefiero estar dentro del local.

–          Bueno, entonces. Demos media vuelta y a ver si encontramos algo.

–          Vale.

A pocos pasos, entraron en un bar cosmopolita. Mesas y sillas altas, madera de tonalidades claras, estilo juvenil, música de ambientación.

–   ¿Dónde quieres sentarte? ¿En estos sofás o en las sillas y mesas altas? Tú escoges.

–   Pues… en las sillas altas mismas. Me va bien – decidió ella

–   Vale.

Se sentaron, uno al lado del otro. En realidad la mesa estaba distribuida dos sillas juntas en un lado y otras dos en la otra, y como de costumbre nuestro hombre hizo un cambio de diseño a su antojo. Cogió una de las sillas, la colocó al lado de ella, para que nada pudiera estropear esos momentos tan íntimos que compartían. Para no romper la costumbre, ella hablaba y él entusiasta en escucharla las peripecias, anécdotas  que de un modo u otro siempre le acaba sorprendiendo. Tampoco él se callaba, tenía ganas de tertulia, desvergonzado a medida que las confianzas superaban cualquier muro que se podía interponer entre ambos. Confesaba miedos, las dudas que le albergaba al estar lejos de ella, hablándose consigo. Entre tanto, ella colocaba la mano por dentro de los pantalones para acariciar la piel del muslo de él, excitándose a cada instante, mordiéndole con mimo la garganta y el pecho descubierto. Perdía todo su ser, sus partes sudaban.


–          Eres mala pequeña… muy mala…

–          No voy a pedir perdón por ello…

Le respondía pícara, sin vergüenza alguno por sus atrevimientos, y él encantado.

–   Quiero sentirte dentro de mí… tenerla conmigo…

–   Tenía pensando llevarte a un sitio, para estar solos. Arrancarte la ropa, robarte… besarte, hacerte mía…

–   Estoy sudando cariño…

–   No sabes el mástil cómo está…

Sin preguntar, tocó su miembro y se excitó, quiso morirse al imaginarse lo que podrían hacer juntos entre cuatro paredes. Él sin ademán de apartarla, disfrutó de esa provocación, aguantando la compostura. Decididos a irse a un hotel, ella pagó y se alejaron del local.


En las calles entre llamadas para pedir habitación, buscando lugar, dando tumbos sin sentidos. encendidos con todo el fuego ardiendo en sus interiores, pararon en una esquina. Él colocó su espalda en la pared para atraer así a su amiga, se besaron. Ella le provocaba, le besaba, desatando nuevas tormentas. Bien sabían que él no se veía con coraje para ir a un hotel solamente para tener sexo, quería romanticismo,  y estar más que una hora. Quería sentirla sin límites, exprimirla con cada jadeo suyo, besarla y morderla. Follarnos sin escrúpulos, nos podría provocar un antes y un después en nuestra relación. Ella se merece mucho más que eso, al fin y al cabo… la quiero, la quiero para cuidarla, para aprender juntos de esta aventura.

Y con ese pensamiento, decidieron adentrarse a la boca de la estación del metro para separarse una vez más, con la miel en la boca, en el deseo por compartir sudores y desatar tormentas de fantasía. Besos en escaleras de las vías, abrazos.

Porque… ¿A caso los amantes no pueden creer en el amor de la aventura? Para ser nutridos de la fantasías, entregarse con la misma intensidad que la relación aceptada por la sociedad. Amar es, amarse de noche y de día. A un cuerpo u dos… En mi vida tengo dos hombres a quiénes amo con todo mi ser…

Tirupathamma Rakhi

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