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Foto del escritorTiru Rakhi

Estación de sudores

Las ganas de verse eran inconfesables y sus obligaciones eran la mayor prioridad ante su deseo carnal. Cuando podían se veían mientras ella estaba en el trabajo, al inicio de la jornada, tomando un café o un suave desayuno a la vez que él arreglaba sus horarios para poder llegar a todo con el tiempo entre piernas. Los escasos minutos que tenían, disfrutaban de las meras caricias. En los bares de las grandes avenidas de Barcelona, corriendo riesgos para poder estar con su amigo, sentir sus dedos entrelazados, comerse con las miradas, y en su interior rugía el volcán del pecado incondicional, el frenesí de atraparlo en una alguna esquina sin importar quién les pudiera ver, besarle hasta dejarlo saciado, devorarlo a cada parte del minucioso, lujoso cuerpo varonil.


Y sin embargo, todo y  nada les frenaba.

Los mensajes de textos eran a diario, si coincidían se llamaban para oírse aquello que no se habían dicho aún, detalles de situaciones que por Whattsup son demasiados largos para escribir y por audio son excesivamente largos. En una de las noches, ella le llamó llorando para explicarle una situación, no sabía qué hacer ni qué decisión tomar, el miedo había vuelto a ella, a revivir aquello que hacía unos años había sufrido sin reparo, dónde la soledad la escogió una vez más mientras las lágrimas brotaban, su mundo se hundía y le tierra la succionaba para envolverla en esa lava putrefacta de odio a sí misma. Se culpaba de cada paso dado, las horas entregadas, las palabras compartidas y hasta de caer en la misma piedra, el amor. Y aunque, al otro lado su amigo la escuchaba, a su manera la calmó de la mejor manera que él podía (y sabía hacer), sincerándose, prometiendo la palabra de su compañía, una de esas amigas especiales que a uno cuesta tener, la confianza que se había creado entre ambos (y desde un buen principio). La relación era más de allá de una simple y mera amistad, menos que una relación de pareja, una estima afligida a la afinidad del deseo no carnal, tal vez de ambas almas.


En el encuentro más cercano, ella se puso su vestido preferido acabado en volantes y unas gafas de sol estilo aviador y él, más moderno, bermudas y una camiseta de algodón fresquito con gafas de sol tipo Rayban, con esa colonia que a ella volvía loca tan sólo olerlo a un kilómetro. Se sentaron en la terraza de una pequeña plaza, pidieron cada uno su bebida, hablaron de esto y aquello, a la vez que él atendía a unas llamadas de trabajo, ella hablaba por los dos sin freno, quería aprovechar el máximo tiempo posible a su lado, de tanto en tanto le pedía disculpas por ser tan habladora y él encantado que le distrajera la mente para así no pensar en lo suyo, le sonrió invitándola a proseguir. En una de las llamadas de teléfono de él, ella, sin preámbulo ni importar quién hubiera allí, se levantó, poniéndose a sus espaldas, le abrazó mientras dejaba recorrer sus labios en el cuello de su amigo, mordiendo suavemente la oreja, acariciando el pecho del compañero con sus delgados dedos. Su amiga le había encendido en el momento más comprometido, conteniéndose por no cerrar el teléfono y dejar a su jefe con la palabra en la boca, respiraba con intensidad para calmar sus pensamientos, como un buen hombre de negocios, al terminar la conversación.

– Ha sido muy mala…- le susurró acercándose a ella.

– Te echo de menos, cariño… no puedo más.

– Lo sé y yo a ti… hoy no puedo ser, niña…- en su interior la deseaba igual o más que ella.

A continuación él, le comenzó a acariciar la pierna de ella, subiendo la mano por el muslo y debajo del vestido, quería de esa carne que hacía tanto que no probaba, de ésos pechos que como volcanes se los comía sin miedo a hacer daño alguno, arañar la espalda mientras al excitarla oía los orgasmos salidos de la garganta de su amante. Quería volver a verla sudando en una cama mirándose al reflejo de un espejo, viéndola como su niña gozaba del placer entregado por él.

Ambos habían tenido mismos pensamientos más a menudo de lo que se podían imaginar creer el uno y el otro. Pero les llegó la hora de la despedida, pidieron la cuenta y él le dijo:

 – Vamos a dentro. Pero no vamos al baño que te conozco. – le advirtió, demasiado bien la conocía.

 – Demasiado bien me conoces y esto no puede ser.

Sonrió y sus adentros reía carcajada pensando “no sabes lo bien que te conozco nena… sé lo que quieres y pronto nos veremos a nuestra mejor manera”.

Tras pagar, salir del local, se fueron a la estación, se dieron un abrazo y unos besos que empezaron en la mejilla y terminaron en sus labios. Piel a piel. Sucios en la cama, libres y maestros del sexo sin pudor, les queda mucho por descubrir del uno y del otro mientras sigan devorándose con la mirada, amándose en sus silencios, queriéndose a su manera.

Tirupathamma Rakhi

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