Dejándose llevar por las caricias saladas, lejanas sin ser rozadas, escuchaban los pensamientos, susurraban con la suave brisa de las genuinas oleadas. Nada preocupante. Respiraba desconcierto, mirada fija a la sabiduría de la naturaleza. Tú mejor que nadie sabe qué es perder la libertad. A ti que te ensucian, conspiran a su antojo. Otros, a sabiendas de la belleza desprendida, te dejas embellecer por los infinitos admiradores recorriendo tu piel.
Pasó las horas observando al gentío, fotografiando, durmiendo al sol, hablando y riendo. Sin embargo, ella no era una cualquiera en aquel cuento. Bien sabía quién podía mirarla, mimarla, preguntarla, verla y hablar de esas inquietudes.
-Bonita. No sabía que estabas ocupada. – Desconcierto en los hechos de su querida.
¿Cómo iba a entenderla sino sabía qué le ocurría y el por qué de actitudes tan extrañas que hacía de tanto en tanto?
-No era nada importante.- se disculpó. Palabras poco creíbles, aun ciertas.- ¿Dónde te apetece ir?
-Sé de un sitio que podremos tomar algo tranquilamente.
Se adentraron en uno de esos bares que tanto gustaba a su amigo. Blancos como la nieve con decoración minuciosamente pulcros. De trato educado, molestando lo justo para tomar pedido, prepararlos y llevarlos a la mesa. Sentándose uno al lado del otro iniciaron una conversación de lo más cotidiano.
– ¿Cómo ha ido el día? ¿Alguna novedad?- se interesó el compañero, preocupado por la situación que su amiga sufría desde hacía un tiempo.
-Nada que fuera de mi interés… Gracias por preguntar- respondió ella con su mejor sonrisa.- ¿Y tu cómo estas? ¿Cómo te va todo?
-Yo bien, pero quien me preocupa eres tú… Haces muy mala cara. Me gusta esa mujer que sonríe, habla por los dos, dulce. Ésa que esta llena de energía.
-Lo siento… No lo estoy pasando muy bien todo esto. – Se disculpó.
-No me tienes que pedir perdón, niña… Cuéntame.- bien sabía lo que le pasaba. Había vivido una situación parecida a la de ella, no hacía tanto. La desesperación que causaba era inmensa. Así que, no hizo otra cosa que escucharla sin despegar labios, era lo mejor que podía hacer. Aunque conteniendo el gran deseo de acecharla con un beso y unas caricias.
Sin embargo, sucedió algo que no esperaba. De repente, mientras ella contaba lo sucedido, la respiración se entrecortaba. Un ataque de ansiedad la abismaba. Con la tranquilidad aportada en la piel.
– shhh… pequeña, estoy aquí… No estas sola…- le acariciaba el rostro y a la vez sacaba un pañuelo de su bandolera, entre cosas del trabajo y trastos inútiles, pero que las llevaba por si un caso. Jamás había visto a esa niña sonriente, loca por el sexo, por amarlo en rincones sin secretos de aquella manera. Esa perturbada hacia al gozo entre sábanas estrenadas, ajenas a su pasado. La misma que le había enloquecido en pocas citas. Una mujer que valiente ante cualquier situación, procuraba sacar una sonrisa. ¿Qué le había derrumbado con esa brutalidad para que la viera así?
– Lo siento, soy una llorica…- confesó y se disculpó a la misma.
-No te preocupes. Lo haces por los dos. – respondió él con una sonrisa tranquilizadora. – ven aquí…
Acercaron ambos rostros, cogidos de las manos, como una confesión en silencios y párpados cerrados. Durante unos minutos, estuvo acariciándola en los muslos, en la mejilla. La abrazaba a ratos, ese cuerpecillo aclamaba una protección. ¿Por qué sufría de esa manera? ¿Y él? ¿Por qué la tenía atrapada en la condena del olvido? Necesitaba ternura, comprensión. O simplemente, que alguien dejara sus oídos bien abiertos para que ella pudiera describir su situación. Tal vez, ese tipo era demasiado egoísta y pensara en sí mismo como para atender a su mujer. O tal vez, lo hacía pero no dedicaba el tiempo suficiente. ¿Quién era él para juzgar nada?
Sin darse cuenta, sus labios se unieron con un beso delicado, dedicado con ternura, compenetración. Una pasión acallada, describiendo el sentimiento mutuo. Un beso que inhalaba al aliento del otro, acelerando el corazón de ambos. Olvidando, una vez más, del protocolo en los lugares públicos.
Él y su lengua, tímido, suave. Ella y sus manos. Rodeando la nuca con una sola mano, mientras con la otra, recorría la cara, la garganta y el pecho. ¡Dios mío como me hace arder con un solo beso y unas meras caricias! Así era el hombre de sus fantasías, una realidad insuperable.
Ella y su respuesta, juguetona. ¡Qué delicia! Deslizando las manos del rostro, al suave y liso pelo. Cogiéndola debajo de ésa zona, la nuca desnuda le llama. Ésa mujer le enloquecía hasta hacerle perder los sentidos. Su delicada garganta le tentaba, queriéndola pasearse con su lengua, untarla con seducción y provocación, ahora atrapada por ojos fascinados con la escena. Suerte la mía que se ha quitado prendas, para lucir una porción de su dorada piel. Un perfume que anhelo en las noches de mi solitaria habitación. Devoraría tantas veces los pechos escondidos entre tejidos de la vestimenta, hasta saciar la maldita sed y hacerla mía frente espejos, verla sudar y jadear. Oírla gemir es un placer para mis oídos, una melodía al crecimiento de la auto excitación para empotrar con más fuerza, rudeza.
Si hay algo que une a dos personas, más allá del amor parental, es la atracción. La química que se crea entre ambos seres, unión para apartar la realidad, desnudar el cuerpo, sudar, disfrutar de otras canciones, llorar por los sinsentidos de la existencia. Devorar el sexo como si el mañana no existiera. Atraparse en seres ajenos a la cotidianidad, arraigarse a los susurros del capricho que con el tiempo se vuelve un tesoro secretado, una fantasía revivida.
Si hay un fruto que es prohibido, es ése. Amarse sin explicaciones ni definiciones, tan sólo de fiestas privadas entre dos, o más. Según las normas del juego.
¡Que la primavera altere la sangre una vez más!
De Tirupathamma Rakhi
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